María de Ávila – Barcelona, 1920
Aunque catalana de nacimiento, la mayor parte de su vida ha transcurrido en Zaragoza. Primero como bailarina y más tarde como maestra. A los diez años comenzó sus estudios de danza clásica y española con la profesora Pauleta Pamiés profesora del Gran Teatro del Liceo de Barcelona. Más tarde estudia danza clásica con Alejandro Goudinov, discípulo de Cecchetti, y danza española con Antonio Bautista y Antonio Alcaraz.
Comienza su carrera profesional en el Cuerpo de Baile del Liceo, y en 1939 es ya “prima ballerina assoluta”. Ese mismo año baila “El Amor Brujo” con Vicente Escudero. Trabaja en numerosos recitales de danza, formando pareja principalmente con Juan Magriñá, y encabeza los “Ballets de Barcelona”. Es nombrada profesora de danza del Instituto del Teatro de la Diputación de Barcelona.
A los 23 años, tras una representación en el Teatro Principal de Zaragoza, conoció a José María García Gil, un aragonés con quien se casó y que la vinculaba definitivamente a Aragón.
Tras unos primeros años entregada por entero a su familia, la vocación de esta mujer por la danza, se encendió con más fuerza. María de Ávila encontró en la pedagogía la fórmula ideal para seguir dando lo mejor de sí misma a este arte, y en 1954 abrió en Zaragoza un estudio de danza, estudio que se convertiría en una gran Escuela, en una cantera de estrellas durante más de cuatro décadas.
A finales de los años 60 e inicios de los 70 comenzó a salir su primera generación de grandes bailarines: Ana María Górriz, Angela Santos, Carmen Roche, Victor Ullate, Carmen de la Figuera, Cristina Miñana, Carlos Lagunilla, Rosa Sicart, Carlos Serrano o su propia hija: Lola de Ávila, directora de la Escuela de Danza del San Francisco Ballet.
En 1982 fundó y dirigió el Ballet Clásico de Zaragoza, una nueva generación de estrellas entre los que hay que reseñar a los internacionales Trinidad Sevillano, Arantxa Argüelles, Antonio Castilla o Elia Lozano.
En 1983 El Ministerio de Cultura la llamó para dirigir unificadamente el Ballet Clásico Nacional y el Ballet Español, hasta 1987. De nuevo en su Escuela, en 1989 presentó al Joven Ballet María de Ávila, de ahí surgió una nueva remesa de extraordinarios bailarines: Amador Castilla, Violeta Gastón, Ángeles Béscos, Ruht Baquerizo o las hermanas Iglesias: Amaya, Elizabeth y Elena. A los galardones y distinciones que ya poseía María de Ávila, como gran dama de la danza -Premio Santa Isabel (1965), Premio San Jorge (1974), Medalla de Oro de la ciudad de Zaragoza (1982), Medalla de Oro de Bellas Artes (1989), además de ser miembro de número de la Real Academia de Bellas Artes de San Luis-, se sumaron otros como el Gran Homenaje que se le dispensó en 1992 en la Exposición Universal de Sevilla, o el Premio Aragón en 1996. El 14 de septiembre de 1998 recibe la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid. En noviembre de 1999 sus alumnos le rinden un tributo en el Teatro Principal. El 2 de mayo de 2000, con ocasión de su 80 cumpleaños y como homenaje en el Día Internacional de la Danza, el Gobierno de Aragón le entrega una placa conmemorativa.
En su estudio continúa formando hijos de la danza. Y así entre las jóvenes estrellas cabe nombrar a Marta Barahona, Gonzalo García Portero, Alicia Alcazar, Rosa Soto, Luisa Sancho, Susana Mabry o a los hermanos Martín Cintas (Rubén, Moisés, Raúl y Samuel).
Fuente : Gran Enciclopedia Aragonesa 2000. Vol. 13. Zaragoza, 2000
La maestría de María de Ávila
El arte de la memoria – el cultural 23/05/1999
Mientras en lo musical la Zaragoza de la posguerra civil contaba con una buena tradición, a través de las sociedades Filarmónica y de Conciertos, y con solistas de la calidad de Luis Galbe, Eduardo del Pueyo y, muy especialmente, la gran Pilar Bayona, que hizo más familiares a los zaragozanos, directamente o a través de Radio Zaragoza, las obras más complejas del piano antiguo o moderno, en la danza apenas había nada fuera de la academia de jota (excelente, por lo demás) de las Zapata. Mi primera impresión de lo que podía ser un ballet me la produjo la compañía de León Woizikovsky, en la que figuraba, por cierto, el gran André Eglevsky, y cuyas “Dances polovsiennes” abrieron en el teatro Argensola un mundo exótico y hechizado que París conocía medio siglo antes. Alexandre y Clotilde Sacharoff, vagabundos por la guerra mundial, nos brindaron la quintaesencia de un ballet moderno. Un aspecto más trivial, pero no por eso menos apreciado por las damas, lo ofrecieron Paul Goubé e Yvonne Alexander en sus “pas de deux” clásicos. Por fortuna, y como resultado de la afición de varios zaragozanos, una compañía ya relativamente numerosa, en parte procedente del Gran Teatro del Liceo de Barcelona, llegó al Teatro Principal, dirigida por el primer bailarín y coreógrafo catalán Juan Magriñá, para ofrecernos, por fin, las princesas de Chaikovski y las alegres modistillas de Schubert. María de ávila (es decir, María Dolores Gómez de ávila) era ya, pese a su juventud, “prima ballerina assoluta” del Liceo y pudo hacernos distinguir entre la ingenuidad apasionada del Cisne Blanco y la perversa seducción del Cisne Negro, con una perfección técnica que apenas podíamos aquilatar.
La llegada de Lolita fue, para Zaragoza, un acontecimiento capital. Entre el grupo de amigos de las artes (el inolvidable filarmónico Eduardo Fauquié, el joven poeta Luis García Abrines, el arquitecto Alfonso Buñuel, el crítico y lírico Juan Eduardo Cirlot, el ingeniero José María García Gil, las hermanas Marraco o Bayona, etcétera) Lola halló una atmósfera de cordialidad y de admiración que selló fidelísimas amistades. Ya no se trataba de las danzas de “Aida” o del “Rigoletto”, entremeses danzados, sino de un arte autónomo, el llamado “ballet” a falta de otro nombre, que encandiló a muchos jóvenes, niñas y niños (con muchos mayores reparos para estos) y que, cuando, al contraer Lola matrimonio con el ingeniero García Gil y, dejando el escenario del Liceo, se vino a vivir a Zaragoza, pareció una necesidad cultural en la ciudad aragonesa que exigía una escuela local y ¿quién podía ser mejor maestra que María de ávila?
El farragoso párrafo anterior abarca un tiempo de cerca de un lustro. En esos años en que, mi trabajo en Barcelona, cuna de firmes amistades, me hizo recapacitar sobre mi verdadera vocación, que no era la burocracia, traté constantemente a Lolita y era visita permanente o invitado de confianza en casa de sus amables tíos, que la adoraban. Me percaté de la honradez estética de esa muchacha, de su exigencia permanente contra sí misma, de sus nervios de acero cuerdas de un instrumento de honda sensibilidad, de su falta de pretensiones gratuitas combinada con su insobornable afán de perfección. Esta confianza me hizo adentrarme en el mundo del ballet y entraba por el escenario del Liceo (adonde acudían en aquellos años compañías de nombre internacional, como las del Coronel de Basil o el Marqués de Cuevas) como Pedro por su casa. En la familiaridad de los bastidores hice amistades con gente de la danza y aprendí las lecciones de su vocación, de su sacrifio llevado a veces al heroísmo, de su constante humildad en recibir lecciones, de su resistencia física y mental, de su insobornable paciencia… Me daba cuenta, al mismo tiempo, que la “Glorinda” o el “Moscardón” de María de ávila no tenían que envidiar a la “Casilda” de Tumánova, erguida inmóvil sobre una punta irreprochable…
Con ese espíritu inflexible para desterrar toda vulgaridad coreográfica, con ese cuidado enorme en el cultivo de jóvenes talentos, con ese sincero interés por educar convenientemente a quienes, pocos años después de dar sus primeros pasos, comienzan a aprender a andar, a moverse, a flexionar, a saltar, a girar, a respirar, a resistir hasta el límite más duro. Lo hacia con cariño pero sin debilidades; si fue exigente consigo misma, también lo ha sido y lo es con los demás.
Nunca ha escatimado esfuerzos propios ni ajenos, en aras de esa perfección que es casi inalcanzable, y nadie se lo ha podido negar. Con su experiencia propia y con la ajena vista concienzudamente en Barcelona, en París, en Madrid, Lola educó a sus “criaturas de Prometeo”, entre las cuales han salido nombres de grandes artistas, unos agradecidos, algunos ingratos como es fatalidad en el ejercicio de cualquier arte, que para crecer ha de renegar de su procedencia. Aun así, el que cualquier joven que pretende ingresar en una compañía seria de ballet declare que llega de Zaragoza y de la escuela de María de ávila, le sirve de la mejor recomendación.
Y así ha sido como Zaragoza, que asistía en mis mocedades con asombro a las primeras “Sílfides” o “Príncipe Igor”, como ante un fabuloso espectáculo de extraterrestres, se ha convertido en una rica cantera de bailarines. Lola, que ha dirigido simultáneamente dos cuerpos de ballet nacionales, el clásico y el español, sigue al pie del escenario, con una mirada de águila, a que nada escapa, siempre gran bailarina y maestra infatigable.
Julián GALLEGO
María de Ávila recibe la Gran Cruz de Alfonso X el sabio
María de Ávila ha pasado la mayor parte de su vida en Zaragoza y ha escrito las páginas más brillantes de la historia delo ballet clásico en España. seinició como bailartina con Pauleta Pamiés, en el Liceo de Barcelona, donde en 1939 ya tenía la distición de primera bailarina. Fue estrella de la compañía española de Ballets y de los Ballets de Barcelona.En 1948 contrajo matrimonio con el ingeniero zaragozano José María García Gil y abandonó el mundo de los escenarios. Tras unos años de inactividad, reempredió su vocación y en 1954 abrió su estuidio de Danza, que sigue siendo un referente de la danza clásica dentro y fuera de España. Por él han pasado destacadas figuras, como Ana Laguna, Víctor Ullate, Trinidad Sevillano, Arancha Argüelles o Amaya Iglesias.
En 1982 fundó y dirigió el Ballet Clásico de Zaragoza, que vivió de sus manos sus único momentos de esplendor. Y entre 1983 y 1986 dirigió y coordinó las dos Compañías nacionale. Ballet Nacional de España y Ballet Nacional de España-Clásico. Su lista de reconomientos es interminable. A los que ya poseía como bailarina (Santa Isabel, en 1965, San Jorge en 1974, Medalla de Oro de Zaragoza en 1989) hay que sumar el Premio Aragón, en 1996 o la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes, que recibió junto a Alicia Alonso.El Gobierno de Aragón le rindió un homenaje en su 80 cumpleaños, en 200, y un año más tarde le propuso para optar al Príncipe de Asturias de las Artes. Su último reconocimiento fue en 2004, cuando se le entregó el Maximino de Honor, como precedente a la gala de los Premios Max de teatro.