Poetas del 27

Los poetas del 27 sacaron de la marginalidad al flamenco

En el primer tercio del XX empezó a correr un nuevo aire para el flamenco, un arte que salió de la marginalidad y alcanzó consideración cultural de la mano de la Generación del 27, de un poeta como Miguel Hernández y de un artista como Edgar Neville

6E21D785-EE5F-46D6-8BDB-BB5DE84BCB41EFE SEVILLA 02 SEP 2018 / 23:52 H – ACTUALIZADO: 02 SEP 2018 / 23:58 h

Así lo explica a Efe Manuel Bernal Romero, profesor de Literatura, estudioso de los poetas del 27 y especialista en flamenco, quien en su nuevo libro La Generación del 27 y el flamenco (Renacimiento) cuenta el proceso por el que los artistas flamencos abandonaron los cafés cantantes, las ventas, los prostíbulos y las fiestas de los señoritos para adquirir consideración cultural.

Estos poetas «han influido mucho en el flamenco moderno, en el cante jondo como ellos lo denominaban, y de manera determinante en su concepción actual como expresión cultural», según Bernal Romero, autor de otros tres ensayos sobre la Generación del 27.

A esa lista de artistas y poetas como Lorca, Alberti y Fernando Villalón, añade Bernal al polifacético escritor Edgar Neville –director de la película Duende y misterio del flamencoy al compositor Manuel de Falla, a quien dedica un detallado capítulo con motivo de la organización del Concurso del Cante Jondo de Granada en junio de 1922.

«Antes del 27, el flamenco era una música marginal, ajena a cualquier vínculo intelectual o literario», insiste el profesor al señalar las excepciones de Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío y los Machado y la desconsideración del resto de escritores e intelectuales, desde Unamuno a Eugenio d’Ors, quienes sostenían que el flamenco nada aportaba a la cultura española.

«Esa es la mirada que varían los poetas del 27, que llevan al flamenco al momento en que se encuentra hoy», a pesar de que, salvo Miguel Hernández, ninguno de ellos escribió para el flamenco.

En este punto Bernal asegura que aunque muchos cantaores digan cantar a Lorca lo que hacen es cantar versiones de sus poemas, que ni tienen el ritmo flamenco ni fueron escritos para ser cantados.

Como ejemplo pone Poema del cante jondo que, pese a su título, contiene poemas «incantables» que están «más próximos a la vanguardia que a la poesía popular», y libro del que aclara que si el poeta granadino lo dedica al cantaor Manuel Torre lo hace muchos años después de haberlo escrito, ya que los poemas estaban pensados y escritos antes de conocer al mítico cantaor.

Bernal señala que incluso Fernando Villalón, ganadero esotérico y personaje inclasificable, efectuó el camino inverso al incorporar algunas letras flamencas a sus poemas, pero que tampoco escribió expresamente para los cantaores.

«Villalón y Lorca trataron de definir en su poesía qué es el cante, pero con poemas difícilmente cantables», insiste.

De Lorca añade que «aunque ahora no sea políticamente correcto decirlo, no es ningún flamencólogo», y que en la organización del Concurso de 1922 «actuó al dictado de Falla», hombre tímido y discreto cuya personalidad contrastaba con la simpatía y brillantez del poeta granadino.

A diferencia de Lorca, «que llegó al flamenco de oídas», «Villalón es el que hizo una poesía más flamenca».

El profesor pone el Concurso del Cante Jondo de Granada en 1922 como un ejemplo de que el debate entre el purismo o cante jondo y lo comercial o considerado desechable por los puristas ha existido siempre, ya que a aquel certamen pudo concurrir todo artista que quisiera con una sola condición, que no fuese profesional.

El ensayo de Bernal revisa la relación de los poetas citados con cantaores como Manuel Torre, Chacón, La Niña de los Peines, Caracol y la Argentinita, cuya relación sentimental con el torero Ignacio Sánchez Mejías, otro polifacético inclasificable que también hizo de promotor de espectáculos flamencos, «iba a marcar alguno de los hitos que uniría a los creadores del 27 con el flamenco».

ref: El Correo Web Cultura   

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Mujer flamenca, símbolo de perversión, sujeto de libertad

DGénesis García, doctora en Filología Románica y directora de la colección de flamenco de la editorial Almuzara, asocia las distintas representaciones imaginarias en torno al erotismo que se han desarrollado a lo largo de la historia de la Humanidad a tres grandes paradigmas analíticos cada uno de los cuales se identificaría con un color: el rojo, el blanco y el negro. A juicio de la autora de Cante flamenco, cante minero: una interpretación socio-cultural, el paradigma dominante en la representación de lo flamenco y de lo español a finales del siglo XIX y principios del siglo XX fue el negro. “Pero un negro”, precisó, “muy diferente al que durante esos años construyó la pintura decadentista y el simbolismo europeo, cuando el mito negro de la perversidad femenina se sobredimensionó e hizo que apareciera la figura destructiva de la mujer fatal. Se podría decir que hasta en la representación de lo negro, España es diferente”.

El paradigma rojo se relacionaría con aquellas producciones míticas, artísticas y culturales en las que se representa la sexualidad como algo natural que posibilita la reproducción. La tierra, el alacrán y la araña serían los principales símbolos arcaicos de este paradigma desde el que también se pueden interpretar manifestaciones “festivas” cristianas como las romerías (que reproducen ritos paganos en honor a la fertilidad procreadora) y, en el ámbito específico del flamenco, las zambras (bailes de fertilidad) o las sevillanas (bailes de seducción). Según Génesis García el rojo fue el paradigma dominante en la sociedad arcaica, antes de la emergencia de las primeras culturas patriarcales que sustituyeron las antiguas diosas de la tierra por divinidades masculinas (Zeus, Yahvé…). Distingue entre mitos rojos incruentos (las danzas de la fertilidad) y mitos rojos sangrientos (en los que se realiza algún tipo de sacrificio como ofrenda a las diosas de la tierra). A partir de estos últimos, se ha desarrollado un poderoso imaginario en torno al terror masculino a la castración y a la decapitación (real o metafórica), dos de los temas más utilizados en la historia del arte occidental.

Con la aparición de las primeras sociedades patriarcales emerge el paradigma “blanco” que “opone a la naturaleza procreadora la palabra creadora”. Según este paradigma, el origen del mundo no está en la “madre” naturaleza sino en un “padre” todopoderoso que se identifica con el verbo, con la palabra. El nacimiento de Atenea (que surge de la cabeza de Zeus después de que éste se tragara a Titánida de Metis para que no pudiera dar a luz a una criatura que, según el oráculo de la diosa Gea, le destronaría) es la primera gran manifestación del paradigma de lo blanco, pues simboliza la capacidad del hombre de crear sin necesidad de mujer.

El miedo a la venganza de la mujer por su pérdida de poder da lugar al mito negro de la perversión femenina que será un elemento fundamental tanto en la mitología grecolatina como en el imaginario de las tres grandes religiones monoteístas. Este mito concibe a la mujer como serpiente y demonio, como ser castrador que trae las desgracias humanas (Pandora), como hechicera (bruja) que con todo tipo de argucias y artimañas engaña a los hombres para conseguir lo que quiere. Es el mito negro de la “mujer perjudicial’ que está presente en un porcentaje muy amplio de producciones estéticas realizadas desde la Edad Media hasta el romanticismo y que a finales del siglo XIX dará un salto cualitativo para alcanzar un grado aún más elevado de perversión. “En la Europa negra del diván freudiano”, explicó Génesis García, “la mujer perjudicial se convierte en mujer fatal, una actualización del mito de Lilith -primera esposa de Adán en la mitología judía- que en la pintura simbolista se suele representar con una larga cabellera roja y rizada”.

A su juicio, la construcción del mito negro de la mujer fatal es una reacción a la aparición de un primer feminismo activista que proclamaba la igualdad entre hombres y mujeres. El nuevo modelo de mujer -autónoma, independiente, activa…- que promulga este feminismo incipiente es percibido como una amenaza y se produce lo que Génesis García califica como una “huida en negro expresionista”. Esta reacción “neurótica” hace que incluso se lleven a cabo investigaciones “científicas” (sobre todo en el campo de la medicina y de la psicología) que aportan supuestas pruebas empíricas de la pobreza mental de la mujer y de su perversidad innata.

En las producciones artísticas europeas de finales del siglo XIX abundan las representaciones plásticas de figuras femeninas muertas o inmovilizadas (un modo de neutralizar su potencial amenazante), así como las recreaciones de tres personajes bíblicos negros: Judith, Dalila y Salomé. En todas estas obras la mujer se percibe como un ser castrador, perverso y maquiavélico que utiliza sus dotes de seducción para encantar a los hombres y manipularles. Uno de los autores más representativos de este erotismo negro y tormentoso es el pintor alemán Franz Von Stuck de quien Génesis García proyectó sus cuadros Salomé y El pecado.

En la España de esta época también predomina el paradigma de lo negro pero se materializa de una forma muy diferente. De hecho, la única aproximación al mito de Judith será la Muchacha de la navaja de Julio Romero de Torres que, según la directora de la colección de flamenco de la editorial Almuzara, no tiene la fuerza de perversión de las imágenes de los pintores decadentistas europeos.”El español es un negro específico”, añadió, “un negro regeneracionista que tiene un claro propósito didáctico y moralizante: quiere mostrar la negritud para propiciar un cambio social y moral”.

Partiendo de la idea unamuniana de que los españoles “ven mejor que piensan”, el regeneracionismo se apoya en la imagen para difundir sus presupuestos éticos. Lo paradójico, según Génesis García, es que potencia la creación de representaciones plásticas negras que se terminan consumiendo por sus cualidades puramente estéticas. En cualquier caso, en las obras regeneracionistas lo que se denuncia no es la perversidad femenina, sino el profundo retraso social, cultural y económico que sufre España por el peso de la superstición y del pensamiento tradicional. En este sentido, cuando se representa a la mujer, ésta aparece como un elemento más de esa negritud, nunca como un objeto específico de perversión. Génesis García considera que no se puede olvidar que el imaginario negro regeneracionista que desarrollaron autores como Ignacio Zuloaga, José Gutiérrez Solana, Darío de Regoyos, Isidro Nonell o Santiago Rusiñol conecta con una extensa tradición literaria y artística española que comienza en el Renacimiento (cuando se publican La Celestina o El Lazarillo de Tormes), se consolida en el Barroco y tiene como una de sus figuras más emblemáticas a Francisco de Goya.

El mito negro de la mujer fatal que se construye en la Europa finisecular (a través, básicamente, de representaciones plásticas) se puede relacionar con las descripciones peyorativas de las bailaoras de los café-cantantes que se llevan a cabo en la literatura moral española la época. Hay que tener en cuenta que durante aquellos años en ciertos ámbitos intelectuales y científicos europeos se vinculaba la danza con la “condición primitiva y perversa” de las mujeres, describiéndola como un arma diabólica que éstas utilizan para seducir a los hombres y someterlos a su voluntad. En este sentido, la autora de Cante flamenco, cante minero: una interpretación socio-cultural leyó un texto publicado en 1883 en el que se describen los movimientos de unas bailaoras en un café-cantante como impúdicos, repugnantes y lascivos. “Y de forma parecida”, aseguró, “se califica en muchos sitios los bailes de La Macarrona y La Carbonera”. Este erotismo perverso de la danza siempre se ha asociado a los movimientos de la serpiente (símbolo demoníaco por excelencia) y es Romero de Torres (un artista que, según Génesis García, “pintaba en negro pero tenía el alma roja”) uno de los creadores españoles que mejor ha sabido representar visualmente dicha asociación.

Este miedo neurótico a la mujer concebida como un ser perverso y maligno (como una encarnación del demonio) se disuelve con el movimiento modernista en el que sigue teniendo relevancia el paradigma de lo negro pero sólo a nivel formal, convertido ya en elemento decorativo (lo que neutraliza su posible potencial desestabilizador). Según Génesis García, el movimiento modernista es uno de los primeros ejemplos históricos de la capacidad que tiene el mercado capitalista de asimilar discursos contrahegemónicos y/o apocalípticos para transformarlos en objetos de consumo. Uno de los ejemplos más significativos de este esteticismo que explota comercialmente el mito negro de la mujer fatal está en las fotografías promocionales de la bailarina Tórtola Valencia que, entre otras cosas, inspiraron la imagen sofisticada y glamurosa que desarrolló el artista novencentista Esteve Monegal para la empresa de perfumes Myrurgia.

Todo esto coincide con un momento en el que desaparecen los café-cantantes y artistas e intelectuales como La Argentina, Manuel de Falla, Federico García Lorca o Sergei Diaghilev crean una mitología blanca en torno al flamenco que parte de una visión idealizada del arte jondo (que reivindican como la manifestación artística que mejor expresa la esencia cultural de lo andaluz y de lo español). El punto culminante de esta reivindicación del flamenco en clave “blanco esencialista” es el Concurso Nacional de Cante Jondo que se celebró en Granada en 1922. Uno de los organizadores de este certamen, Federico García Lorca, fue en los años treinta el principal impulsor de un nuevo paradigma negro de lo flamenco basado en la noción de “soníos negros” que desarrolla en su artículo Teoría y juego del duende (1933). Según Génesis García, los soníos negros se asocian a la memoria arcaica “del grito del animal degollado” que nos remite a la cultura mítica de las diosas de la tierra.

A partir del Lorca de Teoría y juego del duende, el imaginario visual del flamenco se ha formulado casi siempre en “negro expresionista”. Por ejemplo, en las obras de pintores vinculados a la generación de los cincuenta como Rafael Canogar, Manuel Millares o Antonio Saura; en los retratos de artistas jondos realizados por David González López “Zafra”; o en el cartel que elaboró Miquel Barceló para la trigésimo novena edición del Festival del Cante de las Minas de La Unión. “Y para ver expresionismo negro flamenco en todo su esplendor”, señaló Génesis García, “recomiendo el capítulo titulado Cantaoras de la serie televisiva Rito y Geografía del Cante, donde no aparecen artistas profesionales, sino cantaoras flamencas anónimas”.

En la fase final de su intervención en el seminario La noche española. Flamenco, vanguardia y cultura popular, Génesis García indicó que a finales del siglo XIX y principios del siglo XX la mujer “hispano flamenca” fue antes que “objeto de perversión, sujeto de libertad”. Hay que tener en cuenta que en España no se había desarrollado la sociedad burguesa como en otros países europeos y las mujeres, por lo general, no habían perdido sus espacios tradicionales de socialización. “La mujer española”, explicó Génesis García, “no vivía sometida al enclaustramiento que sufría la mujer burguesa europea que fue la que, al reclamar su condición de sujeto, hizo que los hombres sintieran que su posición dominante se tambaleaba y reaccionaran creando una versión neurótica del mito negro de la perversidad femenina”.

 

 

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