Félix Grande: El flamenco más lorquiano

Sus ensayo Memoria del flamenco le valió el Premio Nacional de Flamencología

Ligó lo poético con lo antropológicamente social del flamenco en varias obras

Hijo de republicanos represaliados y nieto de guitarrista flamenco, como él mismo contaba en su Balada del Abuelo Palancas, se nos ha ido como del rayo el escritor extremeño Félix Grande “con quien tanto quería”. Considerado un “renovador de la poesía”, poemarios como Blanco spirituals (1967) y Las rubáiyatas de Horacio Martín (1978) marcaron un cambio de rumbo en el panorama poético español. Quizá por su abuelo y por su vivencia, el flamenco fue materia de aprendizaje y estudio en este autor. El cante jondo tiene ese algo de herida abierta en la consciencia del ser humano por la que hablan nuestros padres primeros de su historia antigua, del dolor y de la alegría. Por esa razón, este Premio Nacional de las Letras Españolas, difícilmente clasificable en esa generación visagra entre los Niños de la Guerra y los Novísimos que se llamó la Generación del 60 o del Lenguaje, tan silenciada ahora, dedicó gran parte de su obra, además de la poesía y la narrativa, a investigar en este campo. Fruto de ello están sus ensayos como la fundamental Memoria del flamenco, lo que le valió el Premio Nacional de Flamencología. Hacía suya una frase de Morente: “Nosotros no salvamos al flamenco, es el flamenco el que nos salva a nosotros”. La ligazón de lo poético con lo antropológicamente social del arte flamenco cristalizó en obras como Agenda flamenca (1985), Once artistas y un dios (1986), La calumnia (1987), y Paco de Lucía y Camarón de la Isla (1998). Fue precisamente de la admiración y amistad con Paco de Lucía donde nacería el disco Poema de amor con letra de Grande y música de Lucía. En su ensayo García Lorca y el flamenco (1992), Félix ahonda en el genio andaluz y en cómo “ni antes ni después de él hubo poeta que más profundamente haya captado el mundo y el espíritu flamenco”. Quizá esto mismo es aplicable al propio Félix Grande porque el flamenco en él ha sido Biografía y parte de su Libro de Familia, últimas entregas poéticas del más lorquiano poeta de Tomelloso. Félix se ha ido sin ruido, dejando la palabra a sus lectores, entregada como a su compañera, por poeta y cónyuge, Francissca Aguirre: “Contempla todo esto, mujer de tu hombre./ Pongo a tus pies mi oferta de alegría,/ lo que me queda por vivir, el arrepentimiento/agusanado, la gratitud florida. Tenme./ Pongo a tus pies lo que me queda./ Siempre fuimos más jóvenes que hoy:/ nunca tan juntos. Nunca tan destino./ Éste era el premio. Y aquí está. Y ahora:/ precisamente, arrugamente ahora./ Nuestra vida reunida, cauterizada, entera: mírala./ Mírale la carita a la palabra Ahora:/cinco letras omnipotentes./…Yérguete de la silla. Apóyate en mi brazo./ Ponte guapa, que estamos convidados/ a una pizca de tiempo inmenso.” Félix Grande se nos fue con la música a otra parte. La sociedad española se nos queda más huérfana de verdad, de poesía y de compromiso.

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Flamencomatón: una historia visual del flamenco (pie flamenco)

 

 

En su intervención en el seminario La noche española. Flamenco, vanguardia y cultura popular, José Manuel Gamboa, escritor, crítico y productor de flamenco, realizó un recorrido por la historia del arte jondo partiendo del análisis de algunas de sus imágenes más representativas. Aunque las primeras manifestaciones de este arte están vinculadas al baile, según Gamboa, lo que conocemos hoy día como flamenco arranca en el momento en el que el cantaor y el guitarrista se liberan de su dependencia del baile y de la rítmica y comienzan a actuar en solitario. En este sentido, la primera imagen que presentó fue un grabado de El Planeta extraído del libro Escenas Andaluzas (1847) del escritor costumbrista Serafín Estébanez Calderón. Gran parte de lo que se sabe de este legendario cantaor (cuya existencia algunos estudiosos ponen en duda) procede de este libro en el que Estébanez asegura que El Planeta tocaba la guitarra a la vez que cantaba. No se conoce ni su nombre real, ni el lugar ni la fecha de su nacimiento. Y sobre el origen de su apodo se ha especulado que deriva de que en las letras de sus coplas había numerosas referencias cósmicas, aunque Gamboa cree que se debe a una razón mucho más terrenal: “en caló planeta significa candela (una palabra que tiene muchas connotaciones en el flamenco)”.

José Manuel Gamboa, autor de libros como Una historia del flamenco y Perico el del Lunar; un flamenco de antología, también mostró una imagen del modelo de guitarra que utilizaba El Planeta que fue descrita con precisión por Serafín Estébanez Calderón quien incluso llegó a aportar el nombre de su constructor: el maestro Martínez de Málaga. Después proyectó una ilustración de Gustavo Doré -incluida en el libro Viaje por España (escrito por Charles Davillier)- que refleja la importancia de los extranjeros en este primer desarrollo del flamenco, así como dos imágenes de Silverio Franconetti, “el auténtico padre de la criatura”, en palabras de Gamboa, “que murió en 1889, es decir, un siglo después de la toma de la Bastilla, lo que demuestra que el flamenco forma parte de la historia contemporánea”.

Al principio, Silverio Franconetti y otros artistas y empresarios organizaban espectáculos flamencos en los teatros en los que se programaba ópera italiana, pero cuando la coyuntura política lo impidió, decidieron crear unos locales específicos para el cante jondo: los café-cantantes. De las muchas fotografías que de estos establecimientos se conservan, José Manuel Gamboa ha escogido una en la que aparece una mujer guitarrista, Adela Cubas, acompañando a la bailaora jerezana La Macarrona y a El Mochuelo (uno de los cantaores que más grabaciones ha realizado en toda la historia del flamenco). Gamboa recordó que los cafés-cantantes jugaron un papel esencial en la confección del repertorio de este arte y que en ellos volvió a unirse la guitarra, el cante y el baile.

A finales del siglo XIX sólo existían dos bailes flamencos -el zapateado y las alegrías- más un tercero cuyo origen estaba en América Latina: el tango (que, aunque se ejecutaba en todos los café-cantantes no se consideraba propiamente flamenco). A su vez, había dos grandes tipos de guitarra: las que seguían el formato tradicional (con una cabeza esbelta y curvas pronunciadas) según el modelo creado por Antonio Torres Jurado; y las que tenían forma de pera. Ambas aparecen en una fotografía coloreada de una zambra granadina que puso José Manuel Gamboa que también mostró un dibujo de Antonio Torcuato Martín, el “Cujón”, guitarrista y cantaor gitano al que se le atribuye la conversión de la zambra en espectáculo.

La necesidad de adecuarse a las exigencias de la zambra (en las que, por lo general, hay un sólo tocaor junto a numerosos bailaores) hizo que en Granada se desarrollara una forma especial de tocar la guitarra (siendo sus máximos representantes Los Habichuelas) cuyos rasgos distintivos son una rítmica intensa -con un rasgueado muy fuerte- y una gran riqueza melódica. Esta escuela de la guitarra recurre mucho al trémolo (técnica que consiste en tocar una línea melódica de varias notas consecutivas produciendo un efecto de temblor), algo que, en opinión de José Manuel Gamboa, se debe a que los primeros tocaores granadinos fueron también intérpretes de bandurria y/o de laúd.

Dos cantaores fundamentales del flamenco de finales del siglo XIX y principios del siglo XX son Antonio Grau Mora “Rojo el Alpargatero” (insigne representante de los cantes mineros) y Juan Breva (“el rey del cante malagueño”) del que José Manuel Gamboa eligió una foto en la que está junto al guitarrista Paco de Lucena. Para el autor de Perico el del Lunar; un flamenco de antología, Paco de Lucena, que falleció con apenas cuarenta años de edad, “fue a la guitarra flamenca lo que Mozart a la música clásica, pues llevó al máximo de sus posibilidades -técnicas y expresivas- el toque que se hacía en su tiempo”. Al morir joven, tuvo pocos discípulos y, aparentemente, su estilo se perdió. Sin embargo, cada vez cobra más verosimilitud la hipótesis de que el toque atemporal y sin referentes conocidos de Diego del Gastor puede ser una continuación del de Paco de Lucena. En otra imagen que incluyó José Manuel Gamboa en su presentación aparece Pepe Naranjo, que podría ser el punto de conexión entre Paco de Lucena y Diego del Gastor, pues fue discípulo del primero y uno de los guitarristas que más influyó en el segundo.

Heredero de El Planeta y de Silverio Franconetti, de una época en la que el cante jondo ocupaba un territorio anexo al género lírico, Antonio Chacón fue el principal representante del flamenco clásico. De hecho, en la fotografía escogida por José Manuel Gamboa parece un divo -sereno, elegante, hierático, refinado- que era, en realidad, la imagen que en la época tenían los cantaores flamencos. En dicha fotografía se encuentra junto a Javier Molina, creador de la escuela jerezana de la guitarra flamenca, que configuró los toques actuales por seguiriya y por bulerías y que ha influido de forma decisiva en muchos tocaores posteriores. Frente al clasicismo y la profesionalidad de Chacón, Manuel Torre simbolizó el cante de los “soníos negros” en torno al que se ha construido toda la poderosa mitología del duende flamenco.

En el baile, durante el primer tercio del siglo XX destacan tres grandes figuras: La Argentina, La Argentinita y Vicente Escudero. Antonia Mercé, La Argentina, fue la creadora del “ballet flamenco” y propició la internacionalización del baile jondo, estrenando sus montajes en Francia, Rusia, EE.UU., Japón… Entre otras cosas, colaboró con compositores como Enrique Granados (Goyescas, 1916) y Manuel de Falla (El amor brujo, 1925) y fue la fundadora de la primera compañía flamenca estable (que curiosamente tenía un nombre francés, Les ballets espagnols). Por su parte, Encarnación López, La Argentinita, era una artista muy versátil: dibujaba, cantaba cuplés (grabó con Federico García Lorca una selección de canciones populares españolas), tocaba las castañuelas… Desde muy joven gozó de una enorme popularidad, tanto en España como en otros países, sobre todo en Estados Unidos. Pintor además de bailaor, Vicente Escudero mantuvo una intensa y fructífera relación con los movimientos vanguardistas de la época, logrando mucha más repercusión fuera de España que en nuestro país. “Por ejemplo”, recordó José Manuel Gamboa, “participó en el gran homenaje que se le realizó en Londres a la bailarina rusa Anna Pavlova con motivo de su fallecimiento en 1931″.

Un evento crucial en la historia del flamenco es el Concurso Nacional de Cante Jondo de Granada de 1922 que organizaron, entre otros, Federico García Lorca y Manuel de Falla. José Manuel Gamboa proyectó varias imágenes relacionadas con este evento, desde una fotografía de Antonio Barrios, El Polinario (que regentaba una taberna en la que se solían reunir los intelectuales que organizaron el concurso) hasta una caricatura realizada por el dibujante granadino Antonio López Sancho de la actuación de El Tenazas (el veterano cantaor -tenía más de setenta años de edad- que, junto a un jovencísimo Manolo Caracol, constituyó la gran revelación del certamen).

En esta época comenzó también a fraguarse la llamada “opera flamenca”, expresión con la que se quería dotar de prestigio y glamour a los espectáculos de arte jondo (“vestirlo de limpio, de bonito”) en un momento en el que éstos salieron del ámbito restringido de los café-cantantes para recalar en recintos mucho más amplios como plazas de toros y teatros. El máximo representante de la ópera flamenca (en la que los cantes más interpretados eran los fandangos y fandanguillos) fue Pepe Marchena, aunque ya en 1921 las actuaciones de Pastora Pavón (La Niña de los Peines) se anunciaban como “la gran ópera del cante gitano”. De La Niña de Los Peines (“la cantaora más grande de toda la historia de este arte”), José Manuel Gamboa expuso varias fotografías en las que aparece junto a distintas figuras del flamenco: Arturo Pavón (su hermano), Pepe Pinto (su marido), el cantaor sevillano Manuel Vallejo, el Niño Ricardo (“el principal guitarrista de la época del fandango”), etc.

Como curiosidad, Gamboa también mostró un cartel de una ópera flamenca en la que participó el paquistaní Aziz Balouch, el primer “cantaor flamenco extranjero” que en 1954 escribió un libro titulado Cante jondo. Su origen y evolución donde recomienda, entre otras cosas, que el cantaor sea “sobrio en la bebida” y no cometa “excesos en los placeres físicos”. Paralelamente a la ópera flamenca, se desarrolla el llamado “teatro flamenco”, comedias costumbristas de ambiente andaluz que incluían diferentes cantes y bailes y que tuvieron como sede más emblemática el Teatro Pavón de Madrid (inaugurado en 1925 por el rey Alfonso XIII), donde se estrenaron exitosas obras como La copla andaluza o El alma de la copla (ambas de Antonio Quintero y Pascual Guillén).

En los años treinta, el flamenco no fue ajeno al cisma entre las “dos Españas” que condujo a la Guerra Civil y a cuarenta años de dictadura franquista. Los artistas jondos se posicionaron directa e indirectamente a favor de uno u otro bando. Por ejemplo, entre los tocaores de la época, Manolo de Huelva, que inició su carrera como guitarrista clásico, estaba claramente vinculado a los republicanos, mientras Luis Yance, que incorporó en el flamenco los trémolos de cuatro notas, fue relacionado con los nacionales y murió en 1937 tras recibir una paliza de un grupo de personas que le acusó de fascista.

Tras la victoria de Franco, muchos artistas se tuvieron que exiliar, como Sabicas y Carmen Amaya. De la bailaora barcelonesa, José Manuel Gamboa puso un fotograma de Los Tarantos, la última película en la que intervino y que, según uno de sus guionistas, Alfredo Mañas, era una metáfora de la historia de las “dos Españas”. Otro flamenco que permaneció varios años en el exilio fue Antonio Ruiz Soler -Antonio-, creador de un baile “barroco y curvilíneo” muy alejado del estilo sobrio y abstracto de Vicente Escudero. Antonio introdujo el salto en el baile flamenco (una danza que siempre ha buscado el suelo, la tierra), recurso que fue utilizado posteriormente por numerosos bailaores.

En España, tras la Guerra Civil, las dos grandes figuras del flamenco fueron Lola Flores y Manolo Caracol que como pareja artística realizaron varios espectáculos de “teatro flamenco” como La niña de fuego o La salvaora. En esos años de escasez -material y cultural- también triunfaron cantaores como Juanito Valderrama, Rafael Farina o Porrina de Badajoz que para sobrevivir tuvieron que recurrir a un estilo interpretativo muy efectista y acomodaticio. En una de las imágenes que puso José Manuel Gamboa aparece Manolo Caracol poco antes de morir junto a Pepe Marchena y Juanito Valderrama, “tres de los grandes titanes del cante jondo -dos payos y un gitano- que llevaron el flamenco a numerosos rincones de España”.

En los años sesenta se produjo un nuevo intento de regeneración del arte jondo que se articuló en torno a la figura de Antonio Mairena y que dio lugar a una proliferación de festivales y concursos en distintas localidades andaluzas y de otras regiones españolas (Utrera, Morón de la Frontera, Lebrija, Antequera, Mancha Real, Ojén, Lucena, La Unión…). Antes de que surgieran los festivales, ya se habían puesto en funcionamiento los primeros tablaos flamencos que, en su origen, se crearon con la intención de que hubiera, como en la época de los café-cantantes, un espacio escénico específico dedicado al arte jondo. “Más allá de su dimensión turística”, precisó José Manuel Gamboa, “los tablaos han sido muy importantes en la historia reciente del flamenco, pues en ellos se han formado numerosos artistas y gracias a ellos otros muchos han podido sobrevivir dignamente”.

La década de los setenta fue testigo de grandes cambios en todas las esferas del flamenco. En el toque surgió la figura de Paco de Lucía quien, entre otras cosas, tocaba la guitarra con las piernas cruzadas, algo que los flamencos más puristas consideraban inadmisible (aunque Gamboa mostró una imagen en la que Sabicas y Mario Escudero adoptan la misma postura). De la mano de autores como Salvador Távora, Alfonso Jiménez Romero o Juan Bernabé, el teatro flamenco se aleja de la comedia costumbrista y de los espectáculos de variedades para desarrollar propuestas escénicas mucho más experimentales que, a menudo, contienen un mensaje social y político. En el baile destaca la figura de Manuela Carrasco que se siente deudora de bailaoras como La Macarrona, Carmen Amaya o Pastora Imperio, mientras que en el cante brilla de forma especial Camarón de la Isla que en 1979 (tan sólo dos años después de que Enrique Morente realizara junto a Pepe Habichuela el seminal Despegando) grabó La leyenda del tiempo, un disco que supuso un “paso de gigante” en la renovación del arte jondo y que posibilitó la emergencia del llamado nuevo flamenco en los años ochenta.

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El arte en las venas

1390946693_506022_1391002396_noticia_grandeQué gusto da encontrarse con una mujer de 33 años, flamenca por linaje y pleno derecho, haciendo fuerte su arte de barrio en los templos de la música culta. Lo consiguió Estrella Morente 11 meses atrás en el distinguido Teatro Real y anoche repitió esta armoniosa profanación en el otro epicentro de la pompa y la circunstancia, el Auditorio Nacional. Bordeando el lleno en ambos casos, por más que ayer el reto se dirimía en esa sala sinfónica que la granadina contemplaba con la mirada centelleante, legítimamente orgullosa por el alcance temprano de su currículo.

Entró Estrella con el paso parsimonioso, casi de torería, dejando que el vuelo del vestido negro se impregnara con el barniz de esas tablas solemnes. Y afrontando en soledad estricta una serie de martinetes interpretados sin prisa ni estridencia, perdiéndole desde el principio el miedo a los silencios.

Las principales dudas se agolpan en la primera mitad del espectáculo, cuando Le di a la caza alcance pierde el trance minimalista de Michael Nyman y, traducida a las guitarras de Monti y Montoyita, se convierte en saeta de embarazosa simplicidad rítmica. Tampoco a los palmeros se les nota distendidos, víctimas de un sonido nada fecundo. El repertorio es liviano y llevadero, más cercano a la canción popular andaluza que al cante jondo, lo que puede contribuir a una cierta desubicación: quien confiara en una inmersión flamenca se daría de bruces con un amable acercamiento a la copla.

Las tornas giran momentáneamente cuando la primogénita de don Enrique se queda a solas con Pepe Montoyita, cinco minutos de duende con más sustancia que la suma de todos los acontecimientos anteriores. No importa que predominen corbatas o visones en los graderíos: también desde las butacas se escapan los primeros olés. Pero de la recuperación volvemos al titubeo cuando la ausencia de Estrella nos condena a un paréntesis instrumental de guitarra, rico en obviedades y ni siquiera pródigo en virtuosismo. Una invitación a la somnolencia más que al asombro.

El espectáculo no remonta definitivamente el vuelo hasta que su protagonista reaparece, ahora de blanco y con mantón verde, para hincarle el diente a La estrella, esos tangos que ya sublimara su padre y en los que ella se muestra cómoda y pletórica. Se suceden a partir de ahí los Tangos toreros, con Estrella gustándose en el baile y el taconeo, y ese homenaje a Lola Flores (“ella recordaba a la Madonna de la rosa”) que emociona por su abierta sinceridad.

Estrella remata con el Volver de Gardel, en un acercamiento natural y absolutamente propio, como si un minúsculo callejón conectase San Telmo con el barrio del Albaicín. Y el estremecimiento queda para el homenaje final a Enrique, con su hija y los músicos arremolinados en torno a un solo micrófono. Antonio Carbonell regala un quejío sublime, José Enrique Morente exhibe al fin esa voz clara y lindísima y su hermana cierra en lo más alto, demostrando que, pese a las irregularidades, el arte le corre a la familia por las venas.

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